Kiko Rosique, 1 septiembre 2022
Entre las consecuencias directas de que la democracia, mucho más que un ejercicio de soberanía popular, sea hoy un mercado de partidos políticos, no está sólo el que demos una importancia inusitada a una escenografía de intercambio puramente verbal de mensajes publicitarios entre Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo en el Senado.
También se incluye como rasgo esencial de la mercadotecnia el que los productos tienen que parecer nuevos para que los potenciales clientes encuentren atractivo su consumo. Y, naturalmente, los que fueron el último grito hace siete años ya no lo son ahora, mientras que quienes aspiran a sustituirlos tienen que sacar provecho a esa ventaja, más estética que real, que les impulsa sobre sus predecesores.
Lo curioso es que los que fueron nuevos entonces y criticaban a los viejos sus inercias, servidumbres y egoísmos se ven obligados, ahora que ya no lo son, a reproducirlas en esta nueva era geológica. Simétricamente, los novatos de hoy tratan de sacar rédito a las mismas tácticas y fetichismos acerca de “la nueva política” que en su día quisieron rentabilizar sus antepasados.
No es de extrañar que Yolanda Díaz quiera pasar de puntillas por las elecciones municipales y autonómicas de mayo y llegar virgen a su matrimonio con las generales. A fin de cuentas, es exactamente lo que hizo Podemos en 2015, cuando dejó el trance de las urnas locales a unas candidaturas ciudadanas coparticipadas por el partido pero de las que pudiera desentenderse si algún advenedizo les salía rana. Luego la apuesta se frustró, en diciembre ya no era el partido favorito de los españoles, y durante años, hasta que Pablo Iglesias y la aritmética torcieron el brazo a Pedro Sánchez, tuvo que conformarse con proclamar que gobernaba en Madrid y Barcelona sin hacerlo en realidad.
Es también lógico que Podemos, que ideológicamente no sospecha de Díaz como sí terminó haciéndolo de Manuela Carmena (el desacuerdo sobre las armas a Ucrania no fue más que una leve diferencia de opiniones sobre cuál es el mal menor en un escenario dramático), se resista a que se le presente como una marca superada que hay que jubilar si la izquierda aspira a ser determinante. Tan comprensible como fue el que la Izquierda Unida de Cayo Lara se negara en 2015 a ver sepultada su honesta y esforzada trayectoria de 30 años, y a que les barriera del mapa un grupo de recién llegados al que desde su pureza doctrinal contemplaban como unos populistas. En el fondo, tanto IU como Podemos eran, y siguen siendo, formaciones estrictamente socialdemócratas (que se lo pregunten si no a Ursula von der Leyen). Pero bien saben ambas por querencia totémica que la infraestructura determina la superestructura, así que cuando la supervivencia material está en juego se pergeñan todo tipo de coartadas morales.
En el otro lado, Yolanda Díaz tendrá que sobreinterpretar más que el antiguo Podemos la presunta novedad de Sumar, su pretensión de desarraigo de los partidos políticos tradicionales y de erigirse en canal directo de los ciudadanos para acariciar la dulce fantasía de que todavía se puede reinventar el mundo. Tanto Iglesias, Errejón y Carmena en 2015 como ella ahora detectan correctamente la desafección de la gente corriente hacia la política institucional y la exageración de las diferencias que comporta la miseria partidista, pero la ministra ya ha prosperado dentro de ella. Y, por encima de todo, Díaz no se da cuenta de que, por más que quiera rehuir los politiqueos, somos los periodistas los que siempre llevaremos a los titulares las siempre novelescas peleas internas. También las suyas con Podemos. No son los políticos, somos los periodistas a quienes no nos importan los temas que afectan a los ciudadanos.
La vicepresidenta nunca lo dirá, pero, en realidad, después del fracaso en Andalucía, con ella metida de lleno en la conformación de una coalición entre Podemos, IU y Más País, lo que mejor le vendría es que Podemos, y en menor medida IU y los Comunes, se peguen el castañazo en las elecciones autonómicas y municipales. De esa forma, ella podrá presentar Sumar, o el nombre con el que la asociación se rebautice cuando pase a ser candidatura, como la novísima iniciativa llamada a relanzar a la izquierda, libre de cualquier hipoteca respecto a las actuales siglas del espacio confederal, y se situará en una posición de fuerza a la hora de negociar las listas electorales.
En Podemos opinan que, aunque Tolanda se desentienda, un eventual fracaso de la izquierda en las municipales y autonómicas también la salpicaría a ella como líder nominal del espacio de Unidas Podemos. Pero ella lleva un año rehuyendo el puesto para el que le eligió Iglesias; obvia la Mesa Confederal, desea trascenderlo más que coordinarlo y ahora, intuyendo probablemente el batacazo, ha dejado claro que su plataforma no llegará a tiempo para someterse a las urnas de mayo.
En realidad, ese absentismo le viene de perlas también para dejar que dos de sus aliados tácitos, Más Madrid y Compromís, satisfagan su voluntad netamente autonómica y se presenten con su propia marca, ya muy arraigada en sus respectivas comunidades. Al no interferir en sus aspiraciones, que muy probablemente se materialicen en un triunfo sobre Podemos, Díaz tendrá garantizado su apoyo para las generales, unido al de los Comunes en Cataluña, donde hace tiempo que fagocitaron a Podemos. IU, como ellos, sabe que la exvicepresidenta es su oportunidad de revertir la hegemonía de Podemos en la izquierda siete años después.
Ahora bien, Yolanda no debería perder de vista la última enseñanza del ciclo electoral 2015-2016. Todas las encuestas previas a las elecciones de junio auguraban el ‘sorpasso’ de Unidas Podemos al Partido Socialista. Y, mucho más que los bulos publicados a partir de supuestos informes policiales que nunca entendí cómo se tomaban en serio, la clave de que no se consumara fue que los dirigentes el PSOE tocaron a rebato y congregaron a sus militantes para salvarlo. No para ganar las elecciones, sino para que no cedieran la hegemonía de la izquierda y se resignaran a la pasokización y eventual destrucción del partido.
Aquel junio, los simpatizantes socialistas, orgullosos y ofendidos en su sentimiento de pertenencia a un grupo, votaron por la supervivencia de la organización. Y vaya si la garantizaron: gracias a haber mantenido su preeminencia, Pedro Sánchez pudo ser investido presidente del Gobierno en la moción de censura de 2018. La dirección del PSOE seguramente jamás le habría hecho ese regalo a Iglesias, pero puede que sus bases se lo hubieran terminado exigiendo para destronar al Gobierno de Rajoy.
Pues bien, los militantes y votantes que mantiene Podemos después de todo este tiempo también son unos incondicionales que sienten ese orgullo colectivo. Hasta los dirigentes de IU reconocen que son los que más se implican y movilizan en todas las campañas electorales. Yo, si fuera Díaz, no me arriesgaría a soliviantarles tratando con demasiada displicencia al partido o negándoles siquiera la posibilidad de una coalición.
En el mejor de los casos para ella, porque la izquierda no está para desperdiciar votos. No soy capaz de atisbar con cuáles compensaría la vicepresidenta del Gobierno los que se dejaría en el camino si los simpatizantes de la fuerza claramente dominante en ese espectro ideológico se decantaran por la abstención. Honestamente, no veo a muchos desencantados del PSOE abandonando sus siglas por las de Yolanda, y menos en un contexto en el que el PP puede ganar y se impondrá el voto útil. Conviene no engañarse con la altísima valoración personal que recibe Díaz en los barómetros del CIS; en buena medida, la depara el hecho matemático de que le baja menos la media la nota que le ponen los votantes de derechas. Y éstos, aunque no la odien tanto como a Sánchez o Iglesias, tampoco la votarán en ningún caso.
En el peor de los escenarios para Díaz, si la imposibilidad de una coalición o una ruptura por las listas electorales llevara a Podemos a presentarse en solitario, podría darse un caso similar al del PSOE en 2016: que sus muy concienciados votantes, que a día de hoy superan a los del resto de opciones de izquierdas, acudieran en masa a salvar al partido de la humillación. Es más, si dejamos volar la imaginación, en diciembre de 2023 a lo mejor Pablo Iglesias ya no se encuentra tan a gusto en la intrascendencia de su papel de intelectual crítico sin responsabilidades. Y eso sí que lo cambiaría todo.