Kiko Rosique, 25 septiembre 2022
“No hay texto sin contexto” es un lema clásico con el que los lingüistas de finales del siglo XX solían expresar que la dimensión sintáctica y semántica del lenguaje no puede comprenderse sin su dimensión pragmática; es decir, la que lo sitúa en un contexto conversacional. También es uno de los principios de las que ignoran a conciencia, cuando les interesa, dos de los oficios cuya herramienta fundamental es, precisamente, la lengua: los políticos y los periodistas.
Esta semana les tocó a Irene Montero y Begoña Villacís, pero cualquier entrecomillado que cacen a un dirigente político desde el bando opuesto será siempre susceptible de encapsular en un corte de vídeo o una captura de imagen, extirparlo de su contexto y enviarlo a recorrer el ciberespacio a la aceleración exponencial que le imprimen las redes sociales.
Desde hace años, esa posibilidad de que a un político le atrapen un textual contraproducente que pueda ser encaramado al titular, «porque lo ha dicho» y aunque no refleje el espíritu del resto de sus declaraciones, ha encorsetado el lenguaje de las entrevistas y comparecencias de prensa hasta el punto que los portavoces de los partidos prefieren atenerse a la frase que ya tenían previsto pronunciar aunque no se corresponda con la pregunta que les han formulado. A fin de cuentas, la pregunta se eliminará debidamente del corte que las cuentas del partido difundan después a mayor gloria de su líder.
Montero es de las políticas que más claro tienen que no deben salirse del discurso preparado ante los periodistas, pero también una de las que mejor abren y cierran subordinadas en el lenguaje oral sin perder el hilo de la oración principal, y en la Comisión de Igualdad del Congreso se soltó ante Vox sin reparar en pleno directo en la interpretación maliciosa que se podía dar a su frase sobre la educación de los menores en el consentimiento. Villacís, por su parte, metió la pata en un tuit, probablemente sin pararse tampoco a pensar que una chabola no es un fenómeno de ocupación.
Es obvio que, aunque literalmente dijeran lo que dijeron, la ministra de Igualdad no pretendía abrir la puerta a la pederastia ni Villacís llamar okupas a los habitantes de las chabolas desalojadas. Pero a sus respectivos adversarios políticos se les abrió el cielo con la posibilidad de propagar el virus (sustantivo del que deriva “viral”) del desprestigio, aunque a la vez tuvieran que intentar cortar la epidemia que, diseminada desde la otra parte, cercaba a su propia correligionaria.
Ahora bien, cuando una frase se descontextualiza interesadamente, el afectado o, en este caso, la afectada, tiene bien fácil poner el contexto que se trató de hurtar a su mensaje y explicar a qué se refería con sus palabras. Irene Montero podía haber aclarado que destacó la importancia de educar a los menores para hacer valer su consentimiento futuro, o bien que reivindicó que los adolescentes también tienen derecho a practicar sexo si consienten en hacerlo, como sugerían en su equipo al día siguiente. En ambos casos habría tenido razón. Lo que no puede es tirar balones fuera diciendo que siente “vergüenza” por la “campaña” de la “extrema derecha”. Incluso aunque desde un determinado sector ideológico haya habido un intento de sacar punta de su error que podría llamarse campaña. Porque campañas para demoler al adversario las lanza todo el mundo. Sólo que algunas están bien fundamentadas y otras, como ésta, no.
Ayer sábado, Edmundo Bal dijo que en el cruce entre las palabras de Villacís y las objeciones que le puso la también diputada de Ciudadanos Sara Giménez “no hay caso”; que la única diferencia es que la vicealcaldesa mencionó equivocadamente la palabra “ocupación” refiriéndose a algo que no lo era y que lo importante es que el Ayuntamiento de Madrid ofrece viviendas públicas a los desalojados de las chabolas y seguirá luchando contra los okupas de verdad. Más o menos convincente, es una explicación.
La que a la vez volvió a exigir a Montero, con la coartada desmesurada de que, dados los “antecedentes” de Unidas Podemos con las niñas de Baleares, Mónica Oltra y las llamadas “madres protectoras”, era “legítimo” que muchos padres se hubieran alarmado por las palabras de la ministra. Por muy censurable que sea el doble rasero de todos los partidos, y por supuesto el del espacio confederal, según los sospechosos sean de los suyos o de los otros, evidentemente Podemos nunca ha mostrado asomo de complicidad con la pederastia. Pero el portavoz de Ciudadanos hizo bien en pedir a la ministra que aclare sus palabras. Porque en todos los debates hay que ir al fondo del asunto y dejarlos resueltos. Por principio. Por honestidad y por racionalismo.
El feminismo, e Irene Montero como su líder institucional actual, proclaman una serie de postulados que son inapelables, de puro sentido común y justicia humana, la mayoría de los cuales ya están aceptados por la sociedad hace décadas. También abren sendas interesantes como la propuesta de un sistema estatal de cuidados equivalente al sanitario o el educativo.
Sin embargo, no pueden pretender despejar toda crítica o cuestionamiento que reciban alegando que proceden de los machistas o del patriarcado, siempre deseosos de ejercer “violencia política” contra las mujeres. Entre otras cosas porque, si la ministra la sufrió esta semana, entonces también tendrían que catalogar como tal el ataque a las palabras de Villacís sobre la okupación o el boicot a Macarena Olona en la Universidad de Granada, ambos protagonizados por afines a Podemos. Si las mujeres sufren ataques políticos “por el hecho de serlo”, no influye en el motivo que sean de izquierdas o de derechas. Y, si influye, entonces habrá que buscar otra causa, porque ya no se debe a que sean mujeres, sino a que son de izquierdas o de derechas y las critica el bando contrario.
Las feministas hegemónicas están tan acostumbradas a esa táctica evasiva que ni siquiera cuando tienen razón entran al fondo del debate. Se ha visto en la polémica de la semana igual que se ve en el sempiterno tema del aborto. En esta controversia, los contrarios a la interrupción del embarazo lo son porque piensan, erróneamente, que un embrión es ya un ser humano. Y es de suponer que, si la izquierda lo creyera, tampoco defendería el derecho a asesinarlo, como no lo hace con los bebés ya nacidos.
Sin embargo, en lugar de ir al fondo del asunto y hacer pedagogía con la naturaleza del embrión como un conjunto de células que carece de sistema nervioso y por tanto de capacidad de sufrir, las feministas se andan por las ramas hablando de derechos en abstracto. O acusando a los antiabortistas de querer controlar o apoderarse del cuerpo de las mujeres, que es tanto como interpretar que, si Podemos o los animalistas están en contra de la tauromaquia, no es por el sufrimiento del toro sino porque pretenden apoderarse del brazo del torero.
La izquierda y las mujeres deberían ser las primeras interesadas en debatir hasta el final y dilucidar los temas que postulan y las afectan, porque el feminismo formula una serie de hipótesis que, como todo intento de explicación de la realidad, han de ser contrastadas si aspiramos a llegar a la verdad. No hay texto sin contexto, pero, cuando un argumento textual recibe una réplica, procede confrontarlos y no eludir el debate disparando falacias sobre el entorno, el código, el canal o la supuesta intención machista del hablante.