Kiko Rosique, 7 octubre 2022
Confieso que no fue la primera interpretación que hice de las imágenes que se divulgaron ayer. Como a casi todo el mundo, la de las ventanas iluminándose sucesivamente y llenando la fachada de siluetas a contraluz vociferando barbaridades me pareció una coreografía terrorífica, de tan coordinada y bien ejecutada que les quedó a una manada de machos jóvenes.
Si acaso, como tiendo a pensar bien de la gente, supuse que se trataría de una broma de pésimo gusto, alimentada por las hormonas y probablemente mucho alcohol, y con tanta trascendencia real como cuando en la universidad otros cantábamos aquello de “Voló, voló, voló Carrero Blanco” o “Hay que quemar, hay que quemar la Conferencia Episcopal”. Pero, en cualquier caso, una gracieta que habría atemorizado a las pobres chicas que viven lejos de casa y que merecía la expulsión de los protagonistas para sentar un nítido precedente y disuadir a futuros imitadores, que es el verdadero sentido de la justicia, y no el torpe y siempre convencional afán de vigilar y castigar.
Me equivoqué, como casi todo el mundo. Al igual que ocurrió con la palabra grabada con una navaja en el culo de un joven homosexual en Chueca en septiembre de 2021, se demostró que conviene no lanzar interpretaciones precipitadas porque la realidad suele desbordar los corsés de las categorías sociológicas o culturales. No digo las de la izquierda, aunque en ambos casos hayan sido casualmente sus tesis las desmentidas. Son los individuos, tan numerosos y heterogéneos, los que no encajan en los esquemas sintéticos y colectivistas. Tampoco en los que construye la derecha, generalmente de carácter nacional o étnico.
Como ocurría cuando pensé que era una broma de mal gusto, el que sea una tradición tampoco bastaría para justificar los hechos si éstos hubieran sido de carácter unilateral. Pero, una vez aclarado que las chicas del Santa Mónica no sólo no se sintieron intimidadas ni ofendidas por los chicos del Elías Ahúja, sino que respondieron con otros cánticos que, como sus interlocutores, tenían preparados desde hace días para cumplir una suerte de liturgia, es obvio que no viene a cuento expulsar ni castigar a los protagonistas masculinos.
Si hay consentimiento, no hay violación, ni siquiera verbal, lo cual contradice la analogía un tanto excesiva que habían hecho algunos por la mañana y desactiva cualquier comparación con las novatadas crueles. Pero es más: si no hay ofendido, no hay ofensa. Pablo Iglesias esgrimió con razón este argumento cuando se le acusó de haber faltado a Dina Bousselham al quedarse con la tarjeta de su móvil durante varios meses. Pues bien, quienes afean a las chicas que no se ofendieran por los gritos, pretendiendo saber más que ellas mismas, hacen exactamente lo mismo que quienes reprocharon a Dina no haber denunciado al exlíder de Podemos. En definitiva, que, por muy intolerables que nos resulten las palabras de los colegiales, como decíamos en el último artículo sobre las palabras de Irene Montero que se quisieron presentar como apología de la pederastia, “no hay texto sin contexto”.
Queda por dilucidar, eso sí, si el ritual de los gritos sexuales recíprocos entre chicos y chicas es una costumbre machista o deplorable y por tanto se debe suprimir. Una asesora de Irene Montero me dijo ayer, cuando empezaron a divulgarse los vídeos de las chicas del Santa Mónica, que qué importaba eso, que ellas siguen teniendo razón en que hace falta educación sexual. Es decir, se reafirmó en la campaña que abandera Igualdad, con mucha razón en términos generales, aunque sorprendió ayer oír a algunos quejarse de que sólo se pretendiera castigar a los del Elías Ahúja con unos leves cursos de reeducación, cuando según la izquierda éste es el método infalible para reconducir a los machistas.
¿Fomentan estos rituales colegiales la llamada “cultura de la violación”, como dijo Montero? Hablar de cultura de la violación, aclaro, me parece tan desmesurado como lo sería hablar de una cultura del asesinato, del robo o de la okupación, ese problema que, supongo que por lo ciertamente minoritario que es, la misma ministra dictaminó que no existe. Hay sin duda una ínfima minoría de individuos dispuestos a violar, matar, robar o allanar moradas para obtener un placer o un botín a costa de otros; no hay una “cultura” de esos delitos por la sencilla y definitiva razón de que una cultura nos impregna a todos y, si existiera, la mayoría de los sometidos a ella los estaríamos cometiendo.
Sin embargo, sin duda es debatible si estas liturgias y su normalización favorecen el que, en determinadas circunstancias, algunos hombres puedan sentirse legitimados a violar a una mujer. Andaba ayer por la tarde cavilando sobre esto cuando me acordé de cómo Mijaíl Bajtin concebía el carnaval medieval en su ensayo clásico La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento’, donde la presentó como contexto de la obra de Rabelais.
Bajtín explicó que los días previos a la Cuaresma, el pueblo llano se entregaba a un desenfreno en el que se comía y bebía mucho, unos villanos se disfrazaban de otros u otras, escenificaban peleas fingidas entre gremios o vecindades y se permitían excepcionalmente mofarse de los nobles, la Iglesia y, en general, de los valores morales dominantes. Lo interpretó como un reverso profano y burlón del orden sagrado y serio, con su propio código independiente de funcionamiento, en el que dejaban de regir, momentáneamente, las normas sociales. “El carnaval celebraba la liberación temporal de la verdad prevaleciente y el orden establecido”, sintetizó.
La semblanza se parece mucho a lo que se ha visto en los vídeos de los dos colegios mayores, una vez contextualizados. Chicos y chicas entregándose al jolgorio de una representación ficticia de contenido explícitamente sexual, que ambas partes saben que es imposible llevar a la práctica pero facilita una salida indirecta a su excitación hormonal. Ellos juegan por un instante a tener el control de los intercambios sexuales (“¡Sois unas ninfómanas, vais a follar todas!») cuando saben de sobra que siempre son las mujeres, más selectivas, las que deciden cuándo y con quién, y ellas (“Queremos más”, no sé qué de un “bosque de nabos”) se zafan por un momento de la sensatez en una farsa paralela a la realidad en la que no tienen nada que perder.
Pretender que estas ‘performances’ pueden tener un efecto en la vida real es como suponer que las fiestas de Halloween fomentan el vampirismo. Todo el mundo sabe distinguir entre una farsa ficticia y humorística y la realidad, y hace y dice cosas en la primera que jamás se atrevería en la segunda. Porque, para empezar, ni las piensa; sólo las dramatiza. Precisamente porque la inmensa mayoría de los jóvenes están ya perfectamente educados en el respeto a la libertad sexual es por lo que la transgreden de mentirijillas en estas liturgias ejecutadas de común acuerdo y en las que, pese a las últimas críticas de la izquierda, creo que influye mucho más la edad que el extracto social o ideológico de los participantes. En las pulsiones biológicas todos somos iguales.
Lo que ocurre es que la autoridad moral de cada época siempre ha mirado con recelo el desfase, la parodia y el humor. La Iglesia, que estaba tan convencida de estar defendiendo la verdad en la Edad Media como la izquierda en nuestros días, desconfiaba del carnaval porque creía que frivolizaba y se burlaba de lo sagrado. No podía comprender que se tomara a broma, siquiera por un momento, algo tan importante como la moral y la dignidad humana. Ahora bien, relataba Bajtín, nunca se atrevió a prohibir las fiestas populares. Jamás llegó tan lejos como la Fiscalía de Madrid, que parece exigir que todo sea Cuaresma.