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La autodeterminación democrática

Kiko Rosique, 27 octubre 2022

Si hace cinco años fracasó el proceso independentista catalán, fue sólo porque no logró congregar una fuerza moral o social suficiente para imponerse, a ojos de la opinión pública española e internacional, a la capacidad del Estado de ejercer el uso legítimo de la violencia, convencionalmente reconocida por todo el mundo desde Max Weber y, por suerte, sólo mínimamente insinuada por el Gobierno de Rajoy.

Lo que quedó claro el 1 de octubre es que sólo la mitad de los catalanes, los que votaron en el referéndum, estaban a favor de la independencia. Y lo que se reveló las semanas siguientes, y en particular después de la imposición del artículo 155, tal día como hoy en 2017, es que ni siquiera esa mitad estaba dispuesta a salir a la calle de forma permanente para demostrar al mundo que Cataluña sufre una intolerable opresión a manos de España.

Hace cinco años no se impuso la ley, ni asistimos a un desenlace ‘rex exmachina’ con el discurso televisado de Felipe VI. Don Quijote con su discurso de las armas y las letras y el hombre que mató a Liberty Valance ya ilustraron lo que Carl Schmitt le replicó a Hans Kelsen en su célebre debate de entreguerras: que el poder no recae en el automatismo del Derecho, sino en quién es capaz de imponerse en los momentos de crisis y establecer la nueva ley.

Durante la mayor parte de la historia de la Humanidad, la fuerza militar ha sido la única con capacidad de aplicar o imponer esa ley. De ahí la lectura que Maquiavelo sacó del fracaso de Savonarola: que los profetas desarmados pierden siempre. Sin embargo, y afortunadamente,  la generalización de la democracia, la universalidad de las comunicaciones y la influencia de la opinión pública en el siglo XX han llevado a que a veces la fuerza moral o social de una parte hagan imposible que la otra haga uso de su superioridad militar. Gandhi sería el arquetipo de esta inversión de la correlación de fuerzas.

Si el 75% de los catalanes hubieran sido independentistas y una buena parte de ellos hubieran mantenido la presión en las calles de forma permanente, España habría tenido muy difícil resistirse a la independencia catalana, porque los corresponsales de todos los periódicos extranjeros habrían informado diariamente de la situación. Y todas las opiniones públicas tienden a imaginarse que las luchas por la independencia que les pillan lejos y cuyos detalles desconocen son causas justas y heroicas, un David frente al Goliat de la maquinaria estatal. Las que cuestionan la integridad territorial del propio país, en cambio, son poco menos que terroristas.  

Lejos de ocurrir aquello, el Senado, a instancias del Gobierno de Rajoy, aplicó el artículo 155 y en Cataluña no se movió nadie. Como cuando se ilegalizó Batasuna o el Congreso votó en contra del Plan Ibarretxe, resultó que los líderes independentistas no tenían tanta gente ni tan comprometida detrás como la escenificación segura y vehemente de sus proclamas había dado a entender. Y el 8 de octubre fue buena parte de la otra mitad de los catalanes la que salió a la calle y demostró a Europa que las cosas estaban fifty-fifty.

Entonces, hace cinco años ganó la ley solamente porque no tuvo enfrente un rival que la desacreditara. A ese eventual rival de la ley, los nacionalistas catalanes lo suelen llamar democracia; un concepto que, curiosamente, también reivindican como propio sus adversarios españoles. Pero, en realidad, la democracia no se impuso con el fracaso del proyecto independentista en 2017 ni tampoco habría triunfado si Cataluña se hubiera alzado como nuevo Estado independiente.

Los autodenominados constitucionalistas emplean la palabra “democracia” de un modo inexacto; en concreto, como una sinécdoque, pues se refieren al todo por la parte. Cualquier democracia moderna es un compuesto de leyes, instituciones y procedimiento de elección democrática, que es lo que habrían tratado de subvertir los independentistas. Sin embargo, democracia, propiamente dicho, es sólo el procedimiento, el que se traduce en el gobierno de la mayoría del pueblo.

Ahora bien, y éste es el quid de la cuestión, ¿quién o cuál es el pueblo? Porque aquí ambos bandos son demócratas, en el sentido de que unos abogan por obedecer a la mayoría del pueblo español, con Cataluña incluida dentro, y otros por hacerlo a la mayoría del pueblo catalán. Está claro que en el razonamiento de unos y otros hay sendas premisas previas que se autoexcluyen entre sí: la supuesta existencia de una nación española con Cataluña dentro) o de una nación catalana. ¿Cuál de las dos delimita el ‘demos’, cuál de las dos tiene derecho a autodeterminarse, en cuál de las dos hay que contar la mayoría de los votos?

Obviamente, si nos limitáramos a consultar el dictamen de la ley, sería España, a la que la Constitución define como nación unida mientras que el Estatuto catalán sólo describe que el Parlamento catalán la catalogó como tal (aun antes de la revisión del TC, el Gobierno de Zapatero no estuvo dispuesto a llegar más allá).

Sin embargo, intelectualmente me niego a resolver estos debates delegando en la ley, que es sólo una convención asumida por la sociedad, impuesta por una determinada correlación de fuerzas  en un momento histórico, pero que podría ser otra y seguramente lo será si llega un momento de crisis como los que prefiguró Schmitt. Si la ley hubiera prevalecido siempre, aún nos regiríamos por el Código de Hammurabi. Es decir, que en principio consideraré como igualmente contingentes y válidas la solución de que España permanezca unida y la de que Cataluña se independice de ella.

Prescindiendo por tanto de que la legalidad actual establezca que España es una nación que debe permanecer unida y Cataluña no, ¿cuál de las dos prevalece? Yo diría que ninguna. Nación, como intenté demostrar aquí, es un concepto vacío, o, como estableció Benedict Anderson, una comunidad imaginada. No hay nada que una a todos los españoles y sólo a los españoles, ni nada que una a todos los catalanes y sólo a los catalanes.

Los españoles, los catalanes, los vascos, los franceses o los estadounidenses no comparten ni una identidad, ni una cultura, ni una lengua ni una Historia. Es lo contrario: primero se delimita un colectivo a capricho del nacionalista correspondiente y luego se le atribuyen las características que le adornan. Más allá, es cierto que una parte más o menos grande de unos y otros comparte un sentimiento de pertenencia. Pero los sentimientos, por muy generalizados que sean, no implican ninguna realidad objetiva. El que haya millones de creyentes en el mundo no constituye ninguna prueba de la existencia de Dios.

No hay naciones, ni con Estado ni sin Estado. Por tanto, son igual de infundadas la creencia de la derecha en España como una sola nación y la de la izquierda como un Estado plurinacional. El enfrentamiento de ambas tesis es exactamente el mismo que el que dirimen el monoteísmo y el politeísmo. Un ateo sólo puede contemplarlo con una mezcla de incredulidad, por la falta de fundamento de unos y otros, y de una pizca de condescendencia.

Las naciones no existen y por tanto no pueden servir de motivo o coartada de ninguna empresa política: ni de la construcción de Cataluña ni del mantenimiento de la unidad de España. Pero, a la vez, cualquier comunidad humana debería tener derecho a organizarse como quisiera. En este punto, compro el argumento de los soberanistas catalanes de que (el resto de) los españoles no tienen nada que decir al respecto. Sólo desde la presunción de parte de que Cataluña pertenece ya a España se puede sostener que es la mayoría de los españoles la que tiene que decidir cuál es el destino de los catalanes. Y eso ya es adoptar una premisa parcial como punto de partida.

Ahora bien, Cataluña tampoco es una sola comunidad, y, siguiendo el mismo razonamiento,  ¿quiénes son los gerundenses para elegir el destino de los tarraconenses, o de cada uno de los municipios del área metropolitana de Barcelona? La única autodeterminación democrática sería una en la que todas y cada una de las unidades administrativas ejercieran de sujetos de decisión y eligieran a qué unidad mayor, en este caso estatal, se adscriben: a Cataluña o a España.

Se me objetará que esa solución, que ya prefiguró el socialdemócrata austríaco Karl Renner al final de la Primera Guerra Mundial, daría lugar a una Cataluña inviable como Estado, un queso gruyère agujereado por enclaves pertenecientes a España dentro de su territorio geográfico. Y probablemente sea cierto, pero la teoría en la que se basan los nacionalismos no conduce a formar estados viables. Un Estado viable ya lo tenemos en la actualidad. De lo que se trata, según ellos, es de adecuar las fronteras políticas a los sentimientos patrióticos de las poblaciones.

Si ése es el caso, no hay ninguna razón para detener la democracia en el ‘demos’ catalán, igual que no la hay para acotarla al español, sino que habría que extenderla a los municipios, incluso los barrios de las ciudades grandes. La antinomia a la que conduce el supuesto derecho de autodeterminación ya la comprobaron en la Europa de entreguerras: todo nacionalismo satisfecho al concedérsele deja dentro de su territorio otro nacionalismo irredento. Las minorías alemanas repartidas por los nuevos países autodeterminados fueron la palanca sobre la que Hitler desencadenó la Segunda Guerra Mundial.

Sospecho que llevar hasta sus últimas consecuencias prácticas la lógica de la autodeterminación disuadiría a los nacionalistas de esgrimirla para lograr sus objetivos políticos, pero lo que realmente sería deseable es que desistieran de ella al comprobar las falacias teóricas en las que se basan y comprender que carece de todo sentido sentirse parte de una nación. Aunque no puedan decirlo en público, el PSOE y ERC están haciendo una importante labor en este sentido, en la desinfantilización del debate polarizado en nacionalismos que se exacerbaban mutuamente.

Dicho todo lo cual, ahora que el quinto aniversario del terremoto de 2017 se desdobla en la réplica de la reforma del delito de sedición, pienso que se castigó demasiado a los líderes del proceso independentista por jugar las pocas cartas que tenían, sin ningún tipo de violencia, para tratar de consumar su proyecto o arrancar al Gobierno de Rajoy alguna concesión.

Y que, en cambio, se les castiga demasiado poco por conculcar, allí, donde sí tienen poder, los derechos individuales de los catalanes que se sienten españoles y que, a diferencia del ente abstracto llamado España, sí sufren discriminación y acoso. Partidos como el PSOE y ERC, que en cualquier otro tema defienden los derechos individuales, la libre identidad, la pluralidad y a las minorías, aquí ofrecen todo eso en el altar de la lengua, uno de los angelotes que rodean al falso ídolo de la nación. Pero este tema da por sí solo para otro artículo.

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Publicado por Kiko Rosique

Redactor de Política de la agencia de noticias Servimedia desde 2015. Columnista semanal del diario 'El Mundo' en su edición de Castilla y León hasta 2013 (www.kikorosique.com). Autor del ensayo 'El cuento de las naciones' (www.elcuentodelasnaciones.wordpress.com). Tw: @KikoRosique

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