18 diciembre 2022
He intentado tomar distancia y perspectiva de la subasta de acusaciones hiperbólicas de golpismo entre la izquierda y la derecha en los últimos dos días, y creo detectar una base desde la que razonar fríamente y sin enredarnos en la maleza de excesos verbales y discursos paralelos de unos y otros, que no se tocan nunca pero tienen lógica desde sus propias premisas. Es ni más ni menos que la base del maniqueísmo: ambas partes se basan en la presuposición de que la otra es un grupo de malvados sin escrúpulos.
Todos asumiríamos en abstracto que la soberanía recae en el pueblo español y que un Gobierno tiene derecho a sacar adelante las leyes que quiera y pueda aprobar en el Parlamento, a menos que pensemos que ese Gobierno está traicionando a su país o tratando de imponer una dictadura. Y todos convendríamos en que es sano que un árbitro vigile los excesos en los que pueda incurrir una norma o una mayoría parlamentaria, siempre que no creamos que el tribunal lo componen un puñado de fascistas ansiosos de boicotear avances sociales y de perpetuarse en sus puestos.
Para compartir lo que están diciendo el PP, Vox y Ciudadanos hay que partir necesariamente del primer prejuicio, y para sintonizar con lo que proclaman el PSOE, Unidas Podemos y sus aliados nacionalistas hay que dar por sentado el segundo. Es decir, es necesario un ambiente de total polarización y hooliganismo maniqueo, como el que vive España desde hace años y en especial ante las campañas electorales. Un ambiente que todos los partidos creen que les conviene porque mantiene prietas sus filas y movilizados a sus potenciales votantes.
Sólo esa ruta por la que circulan un rebaño y el otro, y el deseo de los pastores respectivos de conducirlos por ahí, explica que la derecha, de repente, dé una importancia inusitada a unos procedimientos parlamentarios de urgencia y con enmiendas de ley ómnibus que ella ha usado otras veces y que, aunque fueran más lentos o más pulcros, no iban a cambiar la aprobación final de todos los puntos y enmiendas.
Igualmente, sólo así se entiende que le parezca insoslayable esperar a unos informes de los órganos consultivos que jamás han tenido la menor trascendencia y escenificar esos irrelevante trámites de plácet, y que deplore un pequeño cambio de mayorías para que el CGPJ escoja a sus vocales del Tribunal Constitucional; es decir, para que jueces elijan a jueces, a lo cual el PP le fiaba todo hace nada. Tal vez el PP temía que el PSOE tratara de colar los cambios sin que nadie se enterara, pero, con tanto lío, al final no ha podido tener mejor altavoz de la supuesta infamia para arrebatarle votantes de centro. Objetivo cumplido. ¿Para qué seguir alimentando la crispación?
Simétricamente, sólo esa voluntad de enardecer los ánimos permite comprender que la izquierda haya puesto el grito en el cielo por que el TC, al que se le acepta que anule una resolución una vez aprobada, pueda cometer la felonía de hacerlo antes de votarse, como si el Parlamento fuera un sanctasanctórum sagrado que nadie puede profanar. No se montó tal escándalo cuando se debatió, razonadamente y sopesando pros y contras, si recuperar el recurso previo de inconstitucionalidad ante los estatutos de autonomía para evitar choques de legitimidades como el que se suscitó con el catalán. Además, ¿la izquierda diría lo mismo del TC si un Gobierno de derechas quisiera aprobar una ley sin apenas debate y ella quisiera impugnarlo? ¿Se acordaría entonces de Montesquieu, quien, por cierto, abanderó la separación de poderes porque era miembro, no de una cámara legislativa, sino de una especie de tribunal de garantías regional que ponía pegas a que los reyes aprobaran impuestos?
No sé si es más ridículo, falso, manido y corporativo que los vocales conservadores del Tribunal Constitucional se rasguen las togas por que el presidente del Gobierno les critique y traten de blindarse de todo debate público sobre su comportamiento aduciendo que pone en peligro la legitimidad institucional y el Estado de Derecho, o que los diputados progresistas se pongan en pie sobre sus escaños para proclamarse depositarios de la divina soberanía popular y eludir así cualquier reproche sobre la poco ortodoxa técnica parlamentaria que han aplicado para forzar la renovación del TC. Ni unos ni otros son encarnaciones respectivas de la Constitución y la ciudadanía. Los jueces tienen intereses privados y los partidos políticos también.
Naturalmente, detrás del cabreo de la izquierda está que llueve sobre el mojado del bloqueo del CGPJ durante cuatro años y el Tribunal Constitucional durante tres meses, y subiendo. A este respecto, es obvio que el PP no tiene el menor interés en cambiar una proporción de jueces que le es propicia y dejaría de serlo si se renovara, y que sus magistrados afines, salvo, quién lo diría, Carlos Lesmes, tampoco se ruborizan perpetuándose. Fue ingenuo quien alumbró un sistema de renovación que depende de la buena voluntad de los partidos, y sin duda hay que buscar una forma de forzar a llevarla a cabo a quien la impida. Sólo se debe salvaguardar el consenso cuando hay posibilidad real de que haya consenso. Ahora bien, no hay ninguna necesidad de cambiar el sistema por procedimiento de urgencia.
Por otra parte, es desmedido el poder que la izquierda atribuye al CGPJ y al TC cuando acusa al PP de impedir su renovación para ser más benévolamente juzgado en sus casos de corrupción y para frenar los avances sociales del Gobierno. El CGPJ no juzga, sólo nombra presidentes de salas en tribunales, y en ellos se ha condenado ya a un montón de convictos del PP o vinculados a él, y se han tumbado una buena serie de recursos de Vox. Incluso la incomprensible desautorización de los estados de alarma, ¿en qué perjudicó en la práctica al Gobierno?. El TC, además, tiene pendiente pronunciarse sobre el aborto y sobre si Alberto Rodríguez debió o no perder su condición de diputado, pero, ¿alguien piensa realmente que el poder en España se juega en que el TC avale o condicione el aborto, o en que Rodríguez recupere su escaño o sea sustituido por el siguiente en la lista?
¿Qué capacidad real tienen los órganos judiciales de controlar a la pléyade de jueces que hay en España, muchos de ellos con más lealtad corporativa que ideológica o con el íntimo orgullo personal de sentirse independientes? Y, aunque los controlara a todos, ¿qué posibilidad tienen de tumbar leyes gubernamentales, o de influir en las grandes corporaciones económicas, si no lo argumentan con verosimilitud? ¿Realmente alguien piensa que el PP está disfrutando desde la moción de censura de 2018 de una pizca de poder gracias a la mediación de sus jueces afines? ¿O que Ayuso, cuando filtró que había influido en el bloqueo de la renovación del CGPJ pretendía algo más que arañarle votos a Vox para lograr una mayoría absoluta que la equipare a Juanma Moreno?
Respecto a la supuesta derecha mediática, que va pareja a la judicial en el relato que acuñó Pablo Iglesias y ha asumido ahora el PSOE, ¿de verdad ‘El Mundo’ quiso evitar que Feijóo accediera a renovar el CGPJ, con aquella portada que sí, aseguraba que dirigentes del PP temían la presión de ciertos poderes si pactaba con Sánchez, pero acto seguido ponía en su boca que ceder a ella sería “trumpismo”, y que al día siguiente publicó otra pieza, también en fuentes, sobre el cabreo de Bruselas con el PP por haber frustrado el acuerdo? Hay algunos que no tienen mucha idea de cómo los periodistas armamos ese tipo de noticias.
A su vez, detrás del cabreo de la derecha está que se suma a la derogación del delito de sedición y la rebaja de las penas por malversación que el Gobierno ha concedido a ERC. ¿Pero alguien piensa de verdad que Pedro Sánchez tiene algún deseo de complacer a “los enemigos de España” o de poner más fácil un segundo intento independentista? Aunque quizá Sánchez ardería en el octavo círculo del infierno de Dante junto a Ulises, sus cómplices de Troya y todos aquéllos que logran lo que se proponen mediante engaños a sus adversarios, la derogación de la sedición está perfectamente fundada política y jurídicamente.
Jurídicamente, las connotaciones que conlleva la palabra “sedición” se ven reemplazadas por un delito que persigue estrictamente sus efectos objetivables: los desórdenes públicos acompañados de violencia o intimidación. Es lo que corresponde a una Constitución no militante, como la definió el propio TC, de la que se puede disentir; por ello, lo único que se debe perseguir son, no los motivos, sino las consecuencias concretas para la paz social. Una Constitución no militante no puede penalizar actitudes que simplemente pongan en riesgo esa difusa sinécdoque llamada “orden constitucional”, que nombra el todo cuando sólo se refiere a una parte: la unidad de España.
Políticamente, si se trata de defender esa unidad, de impedir que los independentistas “vuelvan a hacerlo”, no hay mejor camino que el que ha emprendido el Gobierno. Como ya escribí en otro artículo, la tentativa de 2017 quedó en nada porque no hubo un número suficiente de catalanes votando el 1-O ni mucho menos dispuesto a sostener en el tiempo una movilización social cuando se aplicó el artículo 155. Pues bien, la mejor estrategia para que siga sin haberlo es ir diluyendo el eje nacionalista y focalizando la agenda en temas adultos. Sin una base social suficiente, ningún dirigente independentista lo intentará de nuevo, por mucho que le reduzcan las penas. Es más, si me apuran, para garantizar la unidad de España conviene dar a los independentismos voz, voto y rédito en las políticas del Estado. Lo que le conviene a Sánchez para mantenerse en Moncloa y lo que no tenían en la mayoría absoluta de Rajoy. A mí la unidad de España no me parece un fin en sí mismo, pero aquéllos que la tengan como tal no deberían olvidarlo.
La reforma de la malversación obedece también una lógica cabal: distinguir entre la apropiación privada de recursos públicos con ánimo de lucro, propio o de terceros, y su asignación a materias que puedan estimarse ajenas a las competencias estrictas de una administración pero que un gobierno haya decidido ordenar. Sin duda, los jueces tendrán que discernir finamente para detectar lucros y formas de corrupción ocultos bajo cada partida presupuestaria, pero eso ha ocurrido siempre. Y el motivo de la furia de la oposición fue la rebaja de las penas a los independentistas, pero no se puede considerar malversación destinar recursos públicos a un referéndum que figuraba en su programa electoral. Por esa regla de tres, cualquier decisión gubernamental que no implemente el derecho al trabajo o la vivienda reconocidos en la Constitución podría considerarse malversación.
Para ser sincero, no creo que nada de lo anterior sea ajeno a las mentes de los líderes políticos que lo denuncian como algo intolerable. No pienso que el maniqueísmo del que hablaba al principio sea real, sino fingido, propio del mercado de partidos, en una lógica que se exacerba cuando se acercan elecciones. A la derecha le interesa pintar un Gobierno dispuesto a quebrantar las normas y vender España, y a la izquierda retratar una oposición coaligada con los jueces para no dejar gobernar al Ejecutivo. Ambas partícipes de una escalada verbal que se realimenta hasta acusarse mutuamente de golpismo a medida que cada exceso pasa a ser el nivel estándar y hay que volverlo a superar para mantener la atención y la tensión.
No tendría mayor consecuencia si todos los españoles, incluidos los militantes de los partidos, relativizaran el teatro parlamentario y fueran conscientes de a qué se debe. Pero el peligro de los discursos paralelos basados en tergiversar el del adversario (la célebre falacia del hombre de paja) consiste en que, al final, ambas líneas de razonamiento no tengan ningún punto de contacto en el que poder debatir. Y que las dos partes se crean en el derecho de no argumentar y discutir cada punto de controversia, desde la premisa de que lo que dice el otro no debe ni escucharse porque es lo único que puede esperarse del “Gobierno ilegítimo” o de “la derecha golpista”. Porque entonces España sí que se romperá irremisiblemente. Pero en dos.