Kiko Rosique, 23 diciembre 2022
El reproche a la Ley Trans de que menores de edad no suficientemente maduros quieran materializar su cambio administrativo de sexo mediante tratamientos hormonales que les van a dejar efectos irreversibles en su cuerpo soslaya, por un lado, que la norma justamente exime del requisito de medicarse. Pero, más aún, olvida que igual de irreversible es el efecto contrario: que la adolescencia ejerza sobre un cuerpo el desarrollo contrario a la identidad sexual que siente el niño.
Identidad sexual, no de género. Las feministas del PSOE aciertan en que las partidarias de la Ley Trans a veces confunden ambos conceptos, porque el género es un estereotipo, un rol asignado culturalmente a las mujeres, mientras que el sexo es algo biológico. Eso sí, como intuía ya en tiempos de los autobuses de Hazte Oír, lo biológico no se limita a lo genital, a los penes y las vulvas. Ahora ya sé que ni siquiera a los cromosomas XY o XX.
Confieso que me cuesta ponerme en el lugar de un transexual, porque no sé en qué consiste sentirse hombre o mujer. Para ser más exacto, no sé en qué consiste ser hombre y ser mujer para que alguien pueda detectar que se siente de una forma o de la otra. Yo soy anatómicamente hombre y jamás me he “sentido” hombre ni mujer, como tampoco español o capricornio. Pero es obvio que hay personas cuya identidad sexual mental no coincide con la genital. Y, si están en lo cierto, tiene que prevalecer la primera, igual que un ser humano no deja de serlo aunque tenga seis o cuatro dedos. Simplemente, le sobra o le falta un apéndice, por hacer una comparación gráfica bastante exacta para el caso que nos ocupa.
Para no ser un error de autopercepción, la transexualidad, como la homosexualidad, ha de tener necesariamente una expresión biológica, casi con toda seguridad genética, inscrita en el cerebro de la persona, que es su órgano sexual por antonomasia. Lo que pasa es que todavía no hemos desentrañado los secretos del cerebro como para descubrir dónde está y de qué manera actúa.
Sólo últimamente, leyendo a la bióloga Carole Hooven, he aprendido que hay una base física que, a diferencia del cerebro, sí conocemos y podemos medir, y que explica muchas de las diferencias entre hombres, mujeres y sexos intermedios porque alimenta el cerebro, otorgándolas una entidad real que trasciende la mera percepción subjetiva. No está en los genitales ni en el cromosoma Y: es la testosterona. Los niveles de esta hormona que tienen los hombres son entre 10 y 20 veces superiores a los de las mujeres, y la cantidad mínima en cuerpos masculinos es superior a la máxima en cuerpos femeninos, sin solapamiento alguno entre las tasas de un sexo y otro.
Sin embargo, hay mujeres que nacen con el cromosoma masculino, pero también con un síndrome de insensibilidad andrógina completa, que bloquea los receptores de la testosterona en las células, por lo que es como su aparato reproductor es masculino pero no produce esperma y tienen vagina y caracteres sexuales secundarios femeninos. Estas personas forman el grueso del colectivo intersexual, la I final del acrónimo LGTBI.
También hay síndromes de insensibilidad andrógena parcial, en distintos grados, y de ello depende que ciertos hombres tengan más o menos rasgos femeninos. En el otro lado, la falta de un enzima llamado reductasa alfa 5 provoca que una niña desarrolle caracteres masculinos en la adolescencia, y la hiperplasia adrenal congénita y el síndrome ovariano poliquístico hacen que el cuerpo de algunas mujeres produzcan testosterona en cantidades excesivas.
Por efecto de dicha hormona, esas mujeres desarrollan algunos rasgos masculinos, no sólo físicos sino en sus aficiones y profesiones; el 30% de las chicas con hiperplasia no son heterosexuales, frente al 5% del resto de mujeres; las mujeres con síndrome ovariano poliquístico están triplemente sobrerrepresentadas en las selecciones femeninas de atletismo y las que carecen de reductasa alfa 5 un 140%.
Es decir, que no, el sexo no es binario, ni mucho menos. Hay multitud de casos intermedios o difusos. Hay quien se empeña en creer que la naturaleza es sabia, ya sea porque la creen obra de Dios o porque divinizan “lo natural” en sí mismo, pero en realidad es un caos de mutaciones aleatorias que ni siquiera tienen por qué ser coherentes entre sí en un mismo individuo. El nivel de testosterona que actúa en el organismo no tiene por qué coincidir con su configuración cromosómica, y a veces ni siquiera con la de su aparato reproductor.
El papel decisivo de la testosterona en la identidad y el comportamiento “masculino” o “femenino” de una persona explica por qué para los menores trans también es irreversible no permitirles el cambio de sexo: es precisamente en esa edad cuando dicho andrógeno ejerce su mayor impacto diferenciador, ya que en los nacidos varones se produce 30 veces más que en las mujeres. Por tanto, un nacido varón que mentalmente sea mujer y al que no se le permita transicionar desarrollará rasgos viriles en la cara, el cuerpo y la voz que ya le será imposible mitigar por mucho que se hormone después. Prohibirle el cambio será tan irreversible como permitírselo a otro adolescente que luego se arrepienta.
No es baladí ni tránsfobo advertir de que un púber inadaptado socialmente o con problemas psicológicos de cualquier tipo (estoy seguro de que muchos de ellos son tan genéticos como cualquier otro rasgo físico y no dependientes de condicionantes ambientales, pero, de nuevo, todavía no hemos llegado al fondo del cerebro para desentrañarlo) puede creer erróneamente que la solución a ellos está en un cambio de sexo del que luego se arrepienta.
Por eso, conviene avisarle de esta posibilidad, contarle que su malestar puede tener otros motivos y que hacerse trans le obligará a tomar fármacos toda su vida, sugerirle que existen bloqueadores de la pubertad más leves por si quiere pensárselo más tiempo, realizarle los análisis correspondientes para ver si su organismo tiene alguna de las diferencias de desarrollo sexual enumeradas más arriba y así descubrir si una realidad objetiva apuntala la mera percepción. Pero no se puede elegir por él, cuando evitar una irreversibilidad puede hacer incurrir en otra.
Precisamente por esa problemática vitalicia que acarrea la transición carecen de sentido las críticas a eventuales cambios de sexo caprichosos o fraudulentos. Pero, en todo caso, no por los fraudes a la Seguridad Social vamos a eliminar las bajas laborales por motivos de salud. Simplemente, los partidarios de la norma deberíamos ser los mayores instigadores de inspecciones para que nadie se aproveche. Irene Montero ya dejó claro en el Congreso que ningún violador podrá cambiarse de sexo para salir impune de una agresión sexual anterior.
Sí es pertinente establecer un criterio para que no puedan enfrentarse en competiciones deportivas personas que tienen condiciones físicas de partida muy distintas. La testosterona incrementa los niveles de hemoglobina y por tanto la capacidad de la sangre para llevar oxígeno y alimento a las células; por eso es materialmente imposible que las mujeres compitan en igualdad de condiciones con los hombres.
Sin embargo, como he contado antes, el criterio no sería estrictamente sexual, sino de niveles químicos. Ya hay mujeres que, por ciertas peculiaridades biológicas, están compitiendo en ventaja respecto a otras, y parece que en ese sentido están marcando los límites las federaciones de atletismo. Claro, que siendo consecuentes con este principio, tal vez habría que ir más lejos e instituir, por ejemplo, una prueba de 100 metros lisos para negros y una especie de segunda división para blancos…
En cualquier caso, éstas son las bases científicas y los razonamientos lógicos sobre los que debía haber pivotado el debate sobre la ‘Ley Trans’, sin críticas metafísicas como el supuesto “borrado” de las mujeres ni, en sentido contrario, meras defensas de derechos o neologismos ofensivos e incondicionales como tránsfobos o terfas.
La discusión sobre la transexualidad me sugiere también dos derivadas que a lo mejor inquietan a sus respectivos proponentes. Si las feministas del PSOE, correctamente en mi opinión, limitan “género” a un concepto cultural, de roles asignados a las mujeres, deberían plantearse si otros hechos o hipótesis que ellas atribuyen al “género” tienen realmente motivos o índole culturales.
Por otra parte, si Unidas Podemos defiende que hay cerebros masculinos y femeninos independientes de los genitales, debe aceptar que la elección de determinadas profesiones y el nivel de libido y de agresividad están directamente relacionados con ellos y la influencia de la testosterona, como atestigua Hooven, y no con esa entelequia llamada patriarcado. Aun más (y no me atrevo a especular más allá) la diferencia entre cerebros masculinos y femeninos es, al menos en teoría, la razón que algunos colegios alegan para separar en clases distintas a niños y niñas…