Kiko Rosique, 20 febrero 2023
Nunca dejará de asombrarme cómo, cada vez que el tema del aborto vuelve a la actualidad, ninguno de los bandos enfrentados se refiere a la única clave para resolverlo: la naturaleza del embrión. Ni cuando Vox sugirió enseñar ecografías y latidos a las embarazadas, ni cuando el Tribunal Constitucional avaló tácitamente la ley de plazos ni ahora que Feijóo también la da por buena y admite que el aborto es un derecho legal, aunque no fundamental. Nunca se toca el punto crucial, y la polémica se enquista en un eterno no-debate.
Los antiabortistas lo son porque piensan que el embrión ya es un ser humano completo, o al menos merecedor de la misma dignidad e inviolabilidad que atribuimos a una persona; atributos que no conceden, por ejemplo, a los espermatozoides que se desperdician de alguna de las distintas maneras en que se pueden derrochar tales bichitos. Y los proabortistas lo son también porque consideran que no se le puede equiparar a un niño o niña ya nacidos, pues ni la feminista más incondicional defendería el lema del “nosotras parimos, nosotras decidimos” para una madre que quiera desprenderse libremente del bebé un minuto después de sacarlo de su vientre.
Cualquier observador mínimamente racional y con el deseo honesto de clarificar un debate puede darse cuenta de que, para alcanzar una solución aceptada por todo el mundo, lo primero y tal vez lo único que hay que hacer es dictaminar si un embrión se parece más a un espermatozoide, por el que ni siquiera los antiabortistas se preocupan, o a un recién nacido, que los proabortistas no se atreven a liquidar sin más.
No es cuestión de “actualizar” el ideario del PP, porque el embrión siempre ha tenido la misma naturaleza. Lo que se puede hacer ahora con él es lo mismo que podía haber hecho antes. Tampoco viene a cuento entrar en disquisiciones bizantinas sobre si el aborto es un derecho fundamental o sólo en el marco de las leyes de un país. Todos los derechos, hasta los considerados naturales o humanos, lo son porque la sociedad o la civilización en la que un individuo ha nacido los reconoce como tales y los inscribe en su regulación. Lo que habría que hacer es aclarar si el embrión, de acuerdo a nuestras convenciones, también debería tener derechos o no. Y para eso también hay que concretar cuál es su naturaleza
Pero no hay manera. Los contrarios al aborto, en este caso Vox, sugieren que las mujeres vean ecografías o escuchen latidos para que así relacionen a los embriones con su concepto de bebé, pero no recomiendan reparar en lo mucho que se parece un óvulo a ese embrión temprano. Los defensores de la interrupción voluntaria del embarazo, por su parte, se limitan a hablar de derechos, lucha feminista, paternalismo machista, avances o retrocesos y supuestos consensos ya alcanzados por la sociedad y que por tanto no se deben replantear. Estribillos que, como digo, no esgrimen cuando una madre deja morir a su recién nacido.
Un debate está resuelto cuando se desarrolla un razonamiento lógico basado en premisas demostradas que conduce a conclusiones nítidas. De lo contrario, el consenso en una sociedad equivale al que existía antes de Copérnico de que el sol giraba alrededor de la tierra. No quiero ni pensar en lo que habría sucedido si el astrónomo y luego Galileo no hubieran replanteado el tema dando por hecho que ya estaba zanjado.
Además, si un debate está realmente superado, aunque otro lo reabra, el que lo tiene resuelto no tendrá problema en repetir el mismo razonamiento lógico basado en las mismas premisas y que llevará inequívocamente a las mismas conclusiones, porque las verdades científicas no cambian de año en año. Por eso, el PP, o estaba equivocado antes, o está equivocado ahora.
Desde que era un columnista veinteañero en El Mundo de Castilla y León, creo tener zanjado el tema del aborto. Desde la premisa, yo diría que indiscutible, de que el hombre es un ser estrictamente material y, como buena materia, al ser sometido a ciertos procesos químicos como los de la gestación pasa por distintos estados; sin que, a menos que seas un metafísico de la escuela de Parménides, haya ninguna razón para estimar que siempre fue lo que terminaría llegando a ser.
Es decir, que, de ser un cigoto unicelular por la fusión de un óvulo y un espermatozoide, después de un proceso químico de nueve meses llegamos a ser un bebé. Para discernir en qué momento nos hacemos humanos y por tanto inasequibles al supuesto derecho de otro ser humano a acabar con nuestra vida, habría que convenir qué es lo que nos hace humanos. Confieso de antemano que no sé fijar con exactitud un punto, porque el proceso es progresivo y gradual. Ahora bien, ese momento en ningún caso estaría en las primeras semanas, que es en las que, de acuerdo con la ley de plazos, está permitido incondicionalmente abortar.
Si acordamos que lo que nos hace humanos es hablar, dejaríamos fuera de tal categoría a los bebés hasta que, cuando menos, empiezan a hacerse entender con sus deliciosos parloteos; si decidimos que lo es el hecho de pensar, el punto decisivo habría que fijarlo, tal vez, cuando termina de formarse el cerebro en el útero o en el momento del nacimiento.
Sin embargo, me parece más objetivo un momento anterior, el que nos convierte ya, no en un ser humano completo, pero sí en un animal complejo, cuando menos equivalente a los que protege la Ley de Bienestar Animal, con los que le suele comparar mi querido José María Nieto en sus viñetas en Abc: cuando el sistema nervioso se completa, hacia el quinto o sexto mes de embarazo, con la conexión entre sus terminaciones y el cerebro, y el feto ya es capaz de tener sensaciones y por lo tanto sufrir dolor.
No me parece baladí el argumento de Vox de que una embarazada debería contar con toda la información posible antes de abortar (y, desde luego, si eso se considera coacción también habrá que tipificar como tal los piquetes informativos en las huelgas; o las dos cosas o ninguna), pero sucede que las ecografías y el latido del corazón son pistas engañosas, una suerte de sombras ilusorias en la caverna de Platón. La figura antropomorfa es lo primero que adquiere el embrión, pero es que cualquier muñeco la tiene también.
Por tanto, quienes aborrecen el aborto por imaginarse el embrión como un bebé en pequeñito que sangra y llora deberían pensarlo más como un clic de Playmobil o una muñeca Barriguitas en miniatura. Y concebir el añadido del corazón como un motorcillo que los fabricantes hubieran incorporado al mismo juguete insensible para darlo más realismo. Esa información debe trasladarse también a las embarazadas que se planteen abortar, y seguramente las hará tomar la decisión con menos remordimientos.
Lo único que tiene el embrión temprano que le identifique con el nacido posterior es su ADN, que además es ciertamente irrepetible al del resto de sus congéneres. El otro día, debatiendo en Twitter con Miguel Ángel Quintana Paz y otros antiabortistas inteligentes, ellos citaban este argumento para sustentar su posición, y remarcaban la pérdida irreparable que habría supuesto abortar a un Einstein o un Beethoven. Es una falacia presentista similar a ésa en la que incurren quienes te preguntan si te habría gustado que tu madre te abortara a ti mismo y te hubiera impedido nacer.
Los dos se rebaten con un sencillo contraejemplo: el de que cada día se pierden para siempre millones y millones de identidades únicas e irrepetibles, algunas de las cuales seguro que de verdaderos genios por pura ley de probabilidades. Se pierden, qué duda cabe, con cada espermatozoide o cada óvulo que renunciamos a recolectar de sus adultos productores cuando en nuestras manos estaría la posibilidad de fusionarlas en laboratorio.
A cualquiera de los individuos que hubieran nacido producto de esos experimentos, si se le hubiera preguntado en vida, muy probablemente habría dicho que está muy contento de que su madre no le abortara. Pero nadie plantea hacer tal esfuerzo. Y sólo el acto puramente casual de la fecundación separa la naturaleza de un embrión temprano abortado de todos estos embriones que renunciamos a componer.
En realidad, a los católicos que se rasgan las vestiduras por el aborto habría que recordarles que el mayor número de interrupciones del embarazo son involuntarias y también frustran eventuales individuos únicos. Y, si aducen que ésas han sido voluntad de Dios y por tanto plenamente justificadas, habrá que preguntarles por qué piensan que, de acuerdo con sus propias creencias, el mismo creador alumbró la dualidad de alma y cuerpo. Esa dualidad permitiría siempre a la primera abandonar el segundo en caso de aborto y esperar en el limbo al siguiente vehículo corporal para no desperdiciar ninguna identidad irrepetible.
La Iglesia medieval ya debía de intuir que el desarrollo del embrión es puramente gradual, ya que los libros penitenciales imponían a las mujeres que abortaban una purga menor si lo hacían en las primeras semanas que si lo dejaban para fases más avanzadas de la gestación. Lo que viene a ser el prototipo de nuestra actual ley de plazos. Y diría que los antiabortistas actuales también lo sospechan, dado que, si un embrión es ya un ser humano, la antigua ley de supuestos sería igualmente improcedente.
Como le pregunté a Soraya Sáenz de Santamaría en una rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros cuando estaba en proceso de elaboración la ley de Gallardón, ¿qué justificaría el asesinato de una supuesta persona completa aunque ésta presentara malformaciones genéteicas o fuera producto de una violación? Y, en caso de peligro de muerte para la madre, ¿no habría que echar a cara o cruz a cuál de las dos personas completas indultamos?
Por suerte, la evidencia del desarrollo biológico demuestra que empezamos siendo prácticamente nada, y por eso las mujeres que, por las razones que sean, deseen abortar, pueden hacerlo sin ningún remordimiento. Por eso, y sólo por eso, la interrupción voluntaria del embarazo debe considerarse un derecho de la mujer, no muy diferente al de cortarse el pelo o las uñas.
También por dicho motivo, es de esta forma y sólo de esta forma como deben argumentar su posición los proabortistas, las feministas y el TC y Feijóo al dar por buena la ley de plazos. “Nosotras parimos, nosotras decidimos”, sí, pero porque el embrión temprano no es nada. Si algún día la investigación biológica demostrara que ya en las fases primigenias de la gestación el futuro ser adquiere capacidades equivalentes a las de un nacido, habría que revisar el derecho al aborto y yo mismo tendría que abjurar de todo lo que he escrito antes.
En cualquier caso, como los antiabortistas consideran que un embrión es ya un ser humano, habrá que acometer el debate en ese punto de discrepancia. No soslayarlo o tirar balones fuera alegando, por ejemplo, que, con su oposición al aborto, el patriarcado, la derecha o la Iglesia quieren apoderarse del cuerpo de las mujeres. Este juicio de valor absolutamente infundado equivale, exactamente, a que se espetara a Podemos que, cuando critica las corridas de toros o los asesinatos de galgos, lo hace porque pretende apoderarse del brazo del torero o el cazador.