Kiko Rosique, 3 mayo 2023
Un año más, llegó el 2 de mayo y, dejando aparte esos líos de protocolo en los que los partidos que unas veces son los más iconoclastas en la ruptura de las convenciones se convierten en los más tradicionales y melindrosos en otras (y viceversa) , sorprende de nuevo que todas las formaciones, las de izquierdas y las de derechas, sientan que el levantamiento de Madrid contra los franceses constituyó un referente que les representa. Las primeras como rebelión frente a la injusticia y las segundas como hito de unidad de la patria.
Sin duda, todas las construcciones nacionales necesitan de hitos históricos heroicos, a ser posible aliñados con un buen chorro de sangre, en los que resplandezca nítido y glorioso el espíritu del pueblo. Como la Historia es fecunda en acontecimientos dispares, las interpretaciones a posteriori seleccionan los que parecen justificar sus propios relatos e ignoran, desautorizan o minimizan los que los contravienen. Esto ocurre en todo el mundo: en las naciones con Estado propio y en las que aún aspiran a tenerlo algún día.
Lo curioso de la llamada Guerra de la Independencia, que no independizó a España de nadie, es que ha sido escogida como mito ejemplar con igual entusiasmo por las dos grandes definiciones ideológicas de la esencia española: la liberal y la nacionalcatólica, de las que son más o menos herederas la izquierda y la derecha democráticas de hoy. Desde luego, la Historia es como una puta, que siempre tiene un ratito para todo el mundo, pero lo de esta contienda, que se lo monta con dos a la vez, y encima enemigos declarados, supera todos los límites de la promiscuidad y la desvergonzonería.
A los liberales, la ausencia de la autoridad monárquica entre 1808 y 1814, con Carlos IV y Fernando VII retenidos en Francia, les puso en bandeja proclamar que la nación existía y era soberana al margen de los reyes, y que el rasgo esencial del pueblo español consistía en el celo con que defendía su libertad, ya atestiguado en Sagunto y Numancia, nada menos, cuando aún ni se había acuñado la palabra Hispania y mucho menos perfilado nada parecido a una identidad nacional. Además, la Constitución de 1812 les llevó a repensar la guerra como nuestra Revolución Francesa particular, y revestida de tan alto honor ha llegado a los debates historiográficos de nuestro tiempo.
Sin embargo, me temo que, si se trataba de instaurar el nuevo régimen, habría sido más rápido y sensato tomarlo directamente de Napoleón, un tipo que se sentía tan por encima del liberalismo que no tuvo problema en expandirlo por toda Europa. De esa forma, los ideólogos de Cádiz no se habrían visto en el brete de tener que plagiar a sus ex colegas afrancesados (la Constitución de 1811 se elaboró sobre un texto de Antonio Ranz Romanillos, traductor al español de la de Bayona y consejero de los gobiernos de José Bonaparte) y más tarde en el disgusto de comprobar que el pueblo ya no se levantaba por su libertad en 1823, cuando las tropas galas, tan extranjeras como las de 15 años antes, volvieron a invadirnos para restaurar justo lo contrario de lo que traían en 1808.
La razón, por tanto, parece asistir a los conservadores cuando afirman que el Dos de mayo los españoles, espoleados por un clero que obviamente en 1823 ya no quiso movilizarlos contra los Cien Mil Hijos de San Luis, se alzaron en realidad para defender su tradición del racionalismo liberal y ateo importado del extranjero. Una cruzada mucho más que una revolución popular. Sólo que, dejando al margen que todas las batallas importantes excepto Bailén las protagonizaron otros forasteros, los ingleses, la identificación entre nación y catolicismo es muy posterior.
Por más que esta interpretación «derechista» quiera ver la Guerra de la Independencia como demostración de la esencia católica de España, ambos estandartes, la patria y la fe, no fueron unidos hasta finales de siglo. Aunque retrospectivamente todo se pueda vincular en fantasmales continuidades históricas sin que se note mucho, los levantamientos tradicionalistas de 1808 fueron estrictamente locales y descoordinados. En nombre, sí, del rey y la religión, pero no de la nación española.
De hecho, el heredero ideológico directo de los amotinados del Dos de Mayo, el carlismo, se aliaría pronto con los defensores de los fueros y los privilegios territoriales para combatir la construcción nacional de la España moderna. Una labor que, con muchas dificultades, entre ellas las guerras carlistas, y sin duda con las mismas trampas y figuraciones en la evocación de las continuidades históricas que el resto de los estados nacionales y de los patriotismos irredentos, terminaron llevando a cabo precisamente los liberales, asentados desde la reina María Cristina en el Gobierno de Madrid.