La izquierda neorromántica y el plurilingüismo

Kiko Rosique, 19 agosto 2023

Lo trágico de la nueva legislatura no es que la llave de casi todo la vaya a tener “un prófugo”. No se debería reducir a tal caricatura al líder de un movimiento político que siempre será ilegal mientras impere la actual Constitución española, pero que, a diferencia de cualquier otro delincuente, dejaría de serlo en el mismo momento en que Cataluña fuera independiente, una posibilidad histórica tan contingente como la España unida que nos han deparado los siglos.

Podemos quejarnos de que el poder siempre recaiga en la minoría casualmente decisiva, de que las decisiones en democracia se tomen como resultado de negociaciones, y por tanto de presiones y faroles pronunciados en el momento justo en una mesa, y no en consecuencia de un razonamiento lógico que lleva a una conclusión unívoca, como le gustaría a un racionalista como yo. Pero, resignados a que eso no hay quien lo cambie, para los años venideros se anuncia una cosa mucho peor.

Lo realmente desmoralizador es que la legislatura que arrancó el jueves convertirá en lugares comunes en toda España, repitiéndolos mil veces hasta que se den por supuestos y se prescinda de contrastar su fundamento, los mitos fundacionales de los nacionalismos, que son intrínsecamente contrarios a la esencia ideológica de la izquierda, por mucho que el PSOE los tenga que tragar ahora y que en Sumar y sus partidos se crean que unos y otra casan perfectamente entre sí.

Para empezar, la propia idea de nación. Los siete diputados con carné del PCE que hay en el bautizado como Grupo Parlamentario Plurinacional del Congreso, comenzando por Yolanda Díaz y Enrique Santiago, deberían saber, por ejemplo, que Rosa Luxemburg recriminó a los socialdemócratas alemanes que Marx ya había demostrado que la idea de nación era una construcción burguesa para diluir los intereses de clase. También tendrían que preguntarse con qué autoridad y coherencia pueden impugnar la concepción de la derecha de una nación monolítica española postulando a cambio otras naciones dentro de ella, que no tienen objetivamente más (ni menos) elementos con los que defender su existencia.

Ya habrá tiempo de ir desgranando todas las contradicciones internas en que incurre cualquier nacionalismo e invalidan el mismo concepto de nación, como ya detallé aquí, y de exponer por qué el debate entre si España es una sola nación o una nación de naciones me suena idéntico a como a cualquier ateo le resulta la discusión entre monoteísmo y politeísmo. De momento, me centraré en el aspecto que ha cobrado más actualidad por las primeras exigencias de Junts y ERC al Gobierno: el de las lenguas y su supuesta riqueza cultural.

Para los nacionalismos, las lenguas son decisivas desde que los prerrománticos alemanes quisieron señalarlas como el elemento definitorio de las naciones. Lo hacían, y esto es lo primero que hay que subrayar, en oposición a la nación entendida como conjunto de ciudadanos de un Estado, trascendiendo sus estamentos, que es como acuñaron el concepto los revolucionarios franceses. Los alemanes, en guerra con ellos y luego con su heredero, Napoleón, querían impedir que sus doctrinas, herederas de la Ilustración y por tanto precursoras de Marx y de todo lo que es el Occidente moderno, se expandieran por Europa.

Es decir, que la idea de nación como reflejo de una lengua (otros la entendieron como precipitado de una etnia, pero desde el nazismo nadie se atreve a repetirlo) es radicalmente contraria a la base de la democracia establecida por la Revolución Francesa. Pero no sólo eso. Los prerrománticos apelaron a ella porque, con el mestizaje racial, la lengua era lo único que identificaba y podía unir a las poblaciones alemanas repartidas por distintos territorios del Imperio austríaco. Si lo que les hubiera representado y aglutinado fuera, pongamos, un tipo de sombrero, hoy todos los nacionalismos se basarían en la idea de que existe una nación allí donde se encuentra una modalidad distintiva de esta prenda.

Los prerrománticos identificaban nación y lengua arguyendo, como Herder, que “una nación no tiene idea de aquello para lo que su lengua no tiene una palabra”, o como Fichte, que “más son construidos los hombres por el lenguaje que el lenguaje por los hombres”. Más tarde, Humboldt, el lingüista, no el explorador, sostuvo que “el lenguaje mantiene siempre al hombre  encerrado en un círculo, y no puede conseguir un punto de vista externo e independiente de él” y que “los distintos lenguajes son de hecho distintas perspectivas del mundo”.  En la misma línea, ya en el siglo XX, la conocida como hipótesis Sapir-Whorf sopesaría que, al ser el lenguaje lo que determina el pensamiento, cada lengua condiciona el pensamiento al que se puede dar forma con ella.

Si esto fuera cierto, sin duda podríamos afirmar que el plurilingüismo es una riqueza cultural, dado que cada lengua depararía una cosmovisión diferente a cualquier otra, y eso haría a cada una de ellas irremplazable. Sin embargo, la hipótesis Sapir-Whorf nunca se ha demostrado y, a finales del siglo XX, la gramática generativa del políticamente muy izquierdista Noam Chomsky concluyó que la capacidad lingüística del hombre está ya en el cerebro de los niños previamente a la adquisición de ninguna lengua, y que el aprendizaje de una sólo aplica o rellena esta aptitud genética anterior. Steven Pinker sintetizaría sus descubrimientos afirmando que, en realidad, todos hablamos “mentalés”. Vamos, que el lenguaje no determina el pensamiento, sino todo lo contrario, y por tanto cada lengua no conduce a un mundo intelectual distinto.

Entonces, a partir de estos hallazgos científicos, ¿podemos afirmar que el plurilingüismo es realmente una riqueza cultural? Esa respuesta depende de la concepción que tengamos de la cultura, porque hay dos sustancialmente distintas. Una sería entenderla en sentido tradicionalista, patrimonial, folklórico, como un inventario de los monumentos, costumbres y peculiaridades que atesora cada sociedad humana y la vinculan a su propio pasado. Una especie de museo de jarrones, para entendernos.

En esta concepción, las lenguas ocuparían sin duda un lugar, junto a las formas de vestir, las distintas gastronomías, los bailes regionales o las técnicas para hacer los trabajos manuales. Desde este esquema mental, mucha gente considera que las lenguas son fines en sí mismos y hay que tratar de que no desaparezca ninguna, aunque, por ejemplo, nadie ha intentado que perviva el uso de la rueca, y Enric Prat de la Riba, el fundador del nacionalismo político catalán, aborrecía del celo folklórico con que la Renaixença adoraba su idioma.

La otra manera de entender la cultura es concebirla en un sentido universal, como algo vivo, activo y renovador, jalonado por las obras de la literatura, la ciencia o el pensamiento que, en su interacción constante con la sociedad, transforman nuestra manera de sentir o entender las cosas y hacen evolucionar sin cesar las civilizaciones. Pues bien, en este sentido la existencia de multitud de idiomas que hay que traducir entre sí es, obviamente, perjudicial para la comunicación y la recepción, para la transmisión de influencias y la acumulación de aportaciones al acervo común.

Todo el mundo celebra la fusión del mestizaje y la universalidad del sistema métrico decimal e internet, y lamenta la inaccesibilidad de culturas remotas y la incompatibilidad de aplicaciones o sistemas operativos; pero, curiosamente, la izquierda considera una riqueza la multiplicidad de lenguas. Ahora, porque a finales del siglo XIX y principios del XX, cuando todavía era internacionalista y no neorromántica, fueron precisamente los partidos socialistas y el movimiento obrero quienes dieron una acogida más entusiasta al esperanto.

¿Por qué la izquierda española abjura de la universalidad homogénea de la Ilustración y sus herederos y canta a la diversidad territorial, como si una pluralidad de 17 regiones no redujera sustancialmente la real que existe de 46 millones de individuos? Vale que Franco fuera de derechas, centralista y uniformizador, pero ya han pasado años de su muerte para que la izquierda fundamente sus querencias en sus propios principios ideológicos y no en la oposición a su némesis. Si no se quiere manchar con connotaciones políticas, puede limitarse a constatar que, mucho antes de Franco, Herder y Fichte, el escritor de la fábula bíblica de la torre de Babel presentó el plurilingüismo como un castigo divino.

Aunque la pluralidad de lenguas sea un menoscabo de la riqueza cultural del mundo,  hay, qué duda cabe, una riqueza personal en el aprendizaje de una distinta de la propia. Una riqueza derivada, puntualicemos, de que esa segunda lengua ya existe, de que hay gente que la habla y escribe y, para entenderla, no queda más remedio que aprenderla. Es decir, se trata de un enriquecimiento que sólo iguala o empata el empobrecimiento causado por la propia existencia de esa lengua y, que por tanto, no justifica promover la pluralidad de lenguas que luego otros tendrán que estudiar. El saber, ciertamente, no ocupa lugar, pero sí ocupa mucho tiempo que se podría dedicar a aprender otras cosas.

Por otra parte, habría que aclarar que no vale lo mismo un bilingüismo que otro. El más valioso será aquél en el que la segunda lengua permita al hablante comunicarse con un número mayor de personas y textos escritos con los que no podría hacerlo si sólo conociera la primera. Por supuesto, esto según la segunda idea de cultura. De acuerdo con la concepción folklórica de la misma, siempre será mejor tener dos jarrones que uno en la estantería.

En mi opinión, la defensa de que los diputados puedan hablar en el Congreso en catalán, euskera o gallego (el valenciano es catalán, lo sabe cualquier filólogo), más que desde el tópico de la riqueza cultural de España, se debe hacer desde la premisa de los derechos humanos. Como cualquier otro ciudadano, los políticos tienen derecho a expresarse en la lengua en la que mejor se manejen, que no tiene por qué ser el castellano. A igualdad de pericia en ambas, yo, personalmente, preferiría que se me oyera a mí que a un traductor simultáneo o un subtitulado que nunca podrán reproducir fielmente mis giros semánticos, mis juegos de palabras o mis inflexiones de voz, pero no soy quién para decidir por ellos si prefieren lucir en sus televisiones autonómicas o aplicar el célebre lema de Marshall McLuhan de que el medio es el mensaje.

Por la misma razón, cualquier ciudadano debe tener derecho a dirigirse en su propia lengua a las administraciones, y por supuesto entre ellas a la de justicia, como también ha acordado el PSOE con Junts y ERC. Ahora bien, los partidos que lo defienden, si no quieren incurrir en una flagrante incoherencia, deben hacer lo propio con el derecho de los niños castellanohablantes a ser educados en su lengua materna, que es independiente de que al final de su etapa escolar acaben dominando las dos. En realidad, si es cierto esto último que aducen siempre la izquierda y los nacionalistas, en algún momento habrá que dejar de obligar a los funcionarios y comerciantes a atender y rotular en catalán, dado que todos sus habitantes conocerán por igual ambas lenguas y ningún catalanohablante verá menoscabados sus derechos.

Que un Gobierno autonómico imponga la inmersión en catalán o euskera, escamoteando a sus propios estudiantes la oportunidad objetivamente útil de aprender a la perfección la única lengua de una provincia española donde podrían acabar trabajando (una razón que, simétricamente, aconseja que en todo el Estado se pueda estudiar catalán, euskera y gallego) remite sospechosamente, otra vez, a Fichte, quien advirtió de que una nación deja de serlo si en ella cohabitan dos lenguas. Ése es el sentido último de la “cohesión” social monolingüe que Franco pretendió en castellano y los nacionalismos periféricos en las lenguas que consideran “propias”. No unir a una sociedad, sino uniformizarla para crear una sola nación.

Aunque haya decenas de naciones diferentes que comparten una sola lengua (inglés, español o francés, sobre todo), y en la India o Suiza convivan comunidades lingüísticas que jamás han albergado sentimientos nacionales, la ecuación lengua=nación sigue siendo el dogma que los nacionalismos sobreponen a los derechos humanos y a las oportunidades laborales de sus propios conciudadanos. Tiene su lógica porque viven de ello. Lo doloroso, y lo que se escenificará una y otra vez en la nueva legislatura, es que se lo compre la izquierda, y luego lo revenda a la ciudadanía envuelto en el celofán de la riqueza cultural.

Publicado por Kiko Rosique

Redactor de Política de la agencia de noticias Servimedia desde 2015. Columnista semanal del diario 'El Mundo' en su edición de Castilla y León hasta 2013 (www.kikorosique.com). Autor del ensayo 'El cuento de las naciones' (www.elcuentodelasnaciones.wordpress.com). Tw: @KikoRosique

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