Kiko Rosique, 6 diciembre 2022
Otra de contradicciones discursivas de los partidos de las que me llaman la atención. El motivo que puede cabalmente esgrimir el PP cuando defiende sus campañas de consejos a mujeres para evitar violaciones revela también, curiosamente, su propia sobreinterpretación por la supuesta catástrofe de que la llamada ‘Ley del sólo sí es sí’ permita que una serie de agresores sexuales salgan antes a la calle.
El jueves tuiteé que no hace falta retorcerlo todo, y que la Xunta de Galicia no responsabilizaba a las mujeres de una hipotética violación, sino que promueve “una campaña de consejos dirigida a ellas y no a los violadores porque éstos no van a hacer ni puto caso” y que “también se recomienda a los niños no meter la mano en la jaula en lugar de poner el foco en el tigre”. Al día siguiente, una asesora parlamentaria de Unidas Podemos con la que debatí brevemente el mensaje me reprochó que la comparación no vale porque el tigre carece de raciocinio.
Yo, que desde la adolescencia tengo claro que la libertad individual es un mito, incompatible con la naturaleza estrictamente material del ser humano, negaría la mayor y replicaría que nunca elegimos realmente. Pero, para no partir de una petición de principio todavía indemostrable, me limitaré al caso concreto que nos ocupa. Una violación no es nunca resultado de una decisión racional, así que no hay campaña ni argumento sensato que pueda disuadir a un energúmeno dispuesto a saciar su apetito sádico sexual a costa del sufrimiento de una mujer. Un violador, en efecto, se parece mucho a un tigre. No queda otra que cazarlo.
Por suerte, sólo una ínfima minoría de hombres es capaz de hacer eso (como mucho, uno de cada 10.000, el 0,01% de la población masculina de España, si todos los denunciados en 2021 por dicho motivo fueron sujetos diferentes). Desconozco si la había en 1970, cuando se acuñó el término (dos décadas antes, Simone de Beauvoir teorizó antes que nadie sobre el patriarcado y no vio necesario inventar ese concepto), pero hoy en España no existe una cultura de la violación. Unidas Podemos se remite a ONU Mujeres con la misma fe ciega que la derecha profesa por los autos judiciales o los informes policiales, y a cierto feminismo le interesa dibujar como adversario un hombre de paja ante el que le sea fácil justificarse y promoverse, pero nadie en la sociedad actual sería capaz de responsabilizar a una mujer violada de la salvajada que ha sufrido. Vista como vista, corra cuando corra y beba lo que beba.
Algún sobreexcitado tal vez podría negarse al despecho personal después de un flirteo malinterpretado o que la chica quiso cortar a tiempo, y algún machista tradicional pensará que un marido siempre tiene derecho a cobrarse el débito conyugal. Pero una violación como las que “no tendrían que pasar, pero pasan” según la campaña de la Xunta, aprovechando un descuido y a traición, siempre es merecidamente motivo de repulsa para toda la sociedad. No hace falta más que recordar cómo se castiga a los agresores sexuales en ambientes tan viriles y con códigos tan patriarcales como las cárceles. Incluso los jueces acusados de reproducir esa supuesta cultura de la violación, con preguntas a la víctima que parecen de mal gusto, demuestran con ellas que consideran el consentimiento como la clave para discernir si hubo o no delito, aunque, por supuesto, nunca está de más dejarlo establecido por escrito en una ley como la de Libertad Sexual.
Personalmente, dudo de que sean necesarias campañas que expiden recomendaciones obvias a personas adultas, ya sean mujeres, peatones, turistas o eventuales víctimas de estafas. Pero no me cabe la menor duda de la absoluta inutilidad de cualquier argumento que se pueda ofrecer de antemano a rateros, estafadores y, más que a nadie, a un tipo que, con la testosterona disparada por el alcohol y columpiándose en su propio cerebro, quiere dar rienda suelta a su instinto de depredación sexual.
Sin embargo, si los gobiernos autonómicos del PP, compartiendo expresa o tácitamente esta premisa, han juzgado oportuno destinar sus campañas a las eventuales víctimas y no a los verdugos, también están contradiciendo de forma implícita el horror que el partido está exhibiendo por las presuntas consecuencias catastróficas de poner en libertad a algunos violadores uno o varios años antes de lo previsto con la normativa anterior.
Al conocerse las primeras rebajas y excarcelaciones, la derecha se apresuró a abalanzarse sobre su estribillo facilón de que Irene Montero es una inútil, igual que Podemos lo hizo sobre el suyo de que la judicatura es un nido de fachas. Los días siguientes desmintieron ambas coletillas y evidenciaron que cabe interpretar de dos formas distintas la legislación. Se puede aplicar la disposición transitoria de 1995 para mantener la pena si sigue dentro de la nueva horquilla o bajar al nuevo límite mínimo del intervalo las condenas que se hubieran fijado cerca del punto mínimo anterior. Este segundo enfoque pone en práctica el muy progresista principio de beneficiar al reo, pero, personalmente, no veo por qué la pena mínima tipificada para un delito de agresión sexual debe traducirse en la pena mínima, necesariamente menor, de uno que abarca la agresión y el abuso.
En cualquier caso, como el goteo de rebajas seguirá adelante tras el pronunciamiento del Supremo, el Ministerio de Igualdad y el Gobierno en general deberían dejar de situarse a la defensiva y de obligarse a despejar todos los balones, y en su lugar tendría que atreverse a proclamar: “Asumimos las rebajas porque era imprescindible igualar abuso y agresión sexual para no obligar a una mujer a resistirse violentamente y jugarse la vida, y porque, además, algún año menos de prisión no constituye ningún incentivo para cometer agresiones sexuales ni un mayor peligro para nuevas víctimas potenciales”.
Un dirigente de IU me comentó en privado que él no compartía la idea de que las penas más altas sean las más eficaces, pero, en público, hasta ahora, a Igualdad, al PSOE y a Unidas Podemos les han podido la presión social y mediática y la inercia mental de sospechar que la cantidad de castigo que se imprime a los culpables es directamente proporcional a la preocupación que se tiene por las víctimas; es decir, la que sigue la derecha cuando reclama la prisión permanente revisable. Sin embargo, como decíamos antes, una violación no es un acto racional. El sádico depravado que, a cambio de un breve placer, es capaz de jugarse cuatro años en la cárcel, no dejará de hacerlo aunque le vayan a caer cinco, ocho, o diez. En ningún caso le sale a cuenta, y sin embargo comete el delito. Porque un violador, como un asesino, en el ápice de consciencia que podamos atribuirle en pleno furor visceral, sólo aspira a que no le pillen. El efecto disuasor de la pena, que es el verdadero sentido de la justicia, es exactamente el mismo se le rebaje o no en aras de la ‘Ley del sólo sí es sí’.
Por tanto, el número de violaciones será aproximadamente el mismo independientemente de que el delito se castigue con más o menos años de cárcel. La rebaja no deja desprotegidas a las mujeres, por más que el PP quiera rentabilizar el flanco que, por lo visto, la norma se dejó sin cubrir. También habrá el mismo número de violaciones, me temo, independientemente de que se imparta más o menos educación en igualdad de género. Por la misma razón por la que siguen cometiéndose asesinatos y robos aunque todos estemos perfectamente educados en el derecho a la vida y la propiedad.
En cuanto al peligro de reincidencia, tampoco hay diferencia entre que salgan un año antes o después; simplemente tendrán ocasión de repetir delito con una víctima o con otra distinta. Ante la reincidencia, la única solución real y científica es administrar a estos sujetos inhibidores hormonales en el grado que se estime necesario hasta la castración química. Porque de alguna manera hay que proteger a las potenciales víctimas. Ya he dicho que no creo que nadie sea libre y por tanto tampoco que ser un violador sea culpa del propio violador. Pero tampoco es culpa de los tigres ser tigres y no por ello los dejamos sueltos por la calle.
Carece, pues, de fundamento, que políticos y medios de comunicación de la derecha aprovecharan para dar rienda suelta a las muchas ganas que le tienen a Irene Montero. Eso sí, no se las tienen por ser mujer, ni por perseguir avances para las mujeres, pues ninguna de ambas cosas genera la menor antipatía en la sociedad. Más bien, por ser de izquierdas suscita rechazo en los sectores más militantes y viscerales de la derecha, igual que Macarena Olona, Cayetana Álvarez de Toledo o Isabel Díaz Ayuso lo despiertan en los de la izquierda sin que a nadie se le ocurra interpretar que lo sufren por ser mujeres.
Cuando he preguntado por esta contradicción lógica en ruedas de prensa en Podemos, me han contestado que no es comparable el acoso puntual en forma de escraches del que fueron objeto Olona y Álvarez de Toledo con el que Montero ha sufrido con una panda de dignos representantes de la familia de los primates apostados durante meses a la puerta de su casa. Totalmente cierto, pero una diferencia gradual no supone una distinción cualitativa. Y, además, si la ministra lo ha sufrido por ser mujer, ¿en calidad de qué padeció el mismo acoso Pablo Iglesias?
Por supuesto, sí fue flagrantemente machista limitar los méritos de Montero a su relación con Iglesias, como hizo Carla Toscano. Machista y absurdo, porque todos los partidos políticos españoles ofrecen ejemplos abundantes de que no hace falta follarse al macho alfa para prosperar en la organización. Vale con ser de la cuerda del líder y mostrar lealtad a prueba de bombas para recibir un cargo cuando tu partido está en disposición de repartirlos. Cualidades que Montero comparte con Ione Belarra y con Pablo Echenique, por ejemplo, sin que hasta la fecha, que yo sepa, ningún informe policial ni medio de comunicación les haya atribuido algún tipo de comercio carnal con Iglesias.
Ahora bien, denominar a eso violencia política, como pretende acuñar ahora Podemos en su intento de hacer piña de resistencia con sus incondicionales como el PSOE en 2016 que ya comenté en septiembre, no pasa de ser una extrapolación metafórica. El espacio político que, con razón, defendió en su día que el proceso independentista catalán de 2017 no fue una rebelión porque sus autores no practicaron violencia no puede cometer ahora el mismo ejercicio de laxitud léxica que echó en cara a la Audiencia Nacional y luego corrigió el Tribunal Supremo.
Las sandeces verbales no son violencia, ni fuera ni dentro del Congreso, donde quienes denuestan que un diputado pronuncie el adjetivo “filoetarra” ven perfectamente lícito el calificativo “fascista”, y viceversa, demostrando una vez más que los partidos no derivan sus mensajes de razonamientos lógicos sino de las conclusiones a las que quieren llegar antes de ponerse a razonar. Las dos palabras son anacronismos, porque hoy en España no existen ni ETA ni el fascismo, pero su uso retórico demuestra que es imposible fijar un límite que distinga nítidamente lo que se puede decir de lo que no.
En realidad, no hace falta establecer límites y prohibiciones. Los exabruptos suelen retratar más a quien los profiere que al objetivo de los mismos, que a menudo sale reforzado, como le ocurrió a Montero con Toscano. Y los oyentes, que ya somos mayorcitos, terminamos acostumbrándonos a ellos hasta que el estándar simplemente se sitúe un poco más arriba que la última vez. Es una pena que Podemos, que empezó siendo tan sanamente iconoclasta con los protocolos y convenciones institucionales, se haya vuelto ahora tan pulcro y melindroso con los excesos verbales. No es el PP con la cultura y las penas de la violación el único partido que se ha contradicho a sí mismo en las últimas semanas.